"Nos rodearon los gendarmes y nos tenían apuntados. Decían ‘a estos perros lo vamos a matar’. Había muchos muertos y no sabíamos qué hacer para que no vengan los cuervos a comerlos.”
Era una noticia vieja. En Octubre de 1947, cientos de aborígenes Pilagá que marchaban con grandes retratos de Perón y Evita fueron atacados con ametralladoras por la gendarmería. Hubo más 500 muertos y 200 desaparecidos, pero los hechos salieron a la luz recién en el 2005, a partir de una demanda de la Federación Pilagá contra el estado nacional. Esa historia escueta, contada en lenguaje legal, me obsesionó. Intenté ir a Formosa en Enero, pero desistí: me advirtieron a tiempo que el calor del verano reduce la actividad de los formoseños al mínimo y convierte al visitante en materia prima de chicharrón. Recién en Septiembre, tuve la oportunidad de ir a conocer a los sobrevivientes de la masacre. Tomé un micro hasta Corrientes, paré para dormir un rato, después tomé otro, y otro más, y luego de 24 horas, el sábado por la mañana llegué hasta Las Lomitas, provincia de Formosa, el centro urbano más cercano a las comunidades Pilagá. Y aquí estoy. Las Lomitas es un pueblo de 10.000 habitantes, sin cines ni lugares para comprar libros. Durante la semana, además de dos cibercafés que abren hasta la madrugada, la única diversión urbana es un pequeño casino electrónico donde siempre hay bicicletas jornaleras estacionadas. El lugar parece maldito. “Ahí”, me advierte la dueña del único bar que encuentro, “entrás con todo el sueldo y salís sin una moneda”. Yo, por las dudas, trato de ni pasar por la puerta. Porque si en otros pueblos suelo entregarme a los video juegos, aquí la necesidad de quemar neuronas ociosas puede resultar mucho más cara que ser humillado en el counter strike por un niño de doce años. El problema, la tentación, es que en mi primer día allí tengo poco y nada que hacer. Llegué casi de improviso, y todos mis contactos están de viaje, enfermos o con otras ocupaciones más importantes que recibir a un porteño.
El domingo por la tarde, por fin, llego hasta una comunidad Pilagá. Me lleva Cesar, un criollo que trabaja en el proyecto de asesoría jurídica para indígena. Desde hace dos días Cesar tiene gripe, pero ante mi insistencia se levanta de la cama y vamos hasta Ayo La Bomba, a tres kilómetros del pueblo y a dos de donde comenzó la masacre. Al volver a la zona, varios de los sobrevivientes se instalaron en esos campos, y hoy Ayo la Bomba es una comunidad con más de 200 habitantes, un templo, un centro comunitario y una escuela que quiere ser bilingüe.
Allí también hay un traductor: Juan Luis Arce. Como es domingo, el lugar para encontrarlo es el templo. Casi todos los Pilagá son evangelistas, y la iglesia es el edificio más grande de la comunidad, un salón de ladrillo sin revocar y por ahora sin techo. Cerca del mediodía todavía hay poca gente. Un niño va a buscar a Juan Luis, y mientras tanto yo converso con su padre, el pastor Antonio Arce. Hoy Antonio viste una camisa Yves Saint Laurent, pero mañana lo voy a encontrar volviendo del monte con medio carpincho al hombro, bañado en tierra y sudor. Al igual que muchos de los Pilagá de su edad, Antonio se crió entre la marisca -así llaman aquí a la caza y recolección- y el trabajo en los ingenios azucareros de Salta, a cientos de kilómetros de su lugar de origen. Juan Luis no tarda en llegar. Tiene 22 años y me mira con desconfianza. Más tarde sabré que está acostumbrado a tratar con criollos, y que por eso acumuló motivos para mantener distancia. Antes fue agente de salud de su comunidad, luego se fue a trabajar en una panchería del Gran Buenos Aires, y volvió a sus pagos para formar parte de la asesoría jurídica indígena. Ahora, cuando hay un juicio donde intervienen indígenas, Juan Luis está ahí para traducir y ayudar a sus paisanos. A primera vista, me recuerda a los jóvenes Mapuche que conocí en el sur. Son nuevos referentes comunitarios que, además de sentir orgullo de su sangre, ponen distancia del hombre blanco y sus valores. Por eso no me sorprendo cuando me pide el teléfono celular, y chequea que yo sea quién digo ser. En el monte, por suerte, también hay señal.
La primera entrevista es con Melitón Domínguez, un testigo que al momento de la masacre tenía poco más de 10 años. Ahora, con más de 70, descansa en una silla mecedora a la sombra de un árbol. A su alrededor varios niños comen un guiso, pero lo interrumpen y se esconden ni bien nos ven llegar. Melitón se para, nos saluda, acomoda unas banquetas para que no sentemaos y vuelve a su mecedora. Juan Luis le habla en su lengua: supongo que le explica para qué estamos ahí. Melitón, en cambio, responde en castellano. Dice que llegamos en mal momento: justito que estaba por empezar a comer. Si se pasa la hora del almuerzo, se queja, se olvida del hambre, y si no tiene hambre a veces se queda un día entero sin probar bocado. Le pregunto si prefiere que volvamos más tarde. No quiero, le digo, ser recordado como el porteño que no lo dejó alimentarse. Se ríe y dice que no, que ya está. Respira profundo y, sin otro preámbulo, empieza contar su historia. No hace falta que hagamos preguntas: Melitón bucea en su memoria y entrecierra los ojos para encontrar palabras.
" Yo trabajaba en la gendarmería. Un finado que era porteño, un sargento ayudante que nos quería mucho, nos dice chiquitos, avísenle a su mamá porque mañana como a las 7 de la tarde le van a atacar. Nosotros vinimos, le contamos a nuestra madre y le dijimos que teníamos que ir ahí. No hijo, decía ella, le van a matar si van ahí. Y nosotros nos quedamos, porque teníamos que respetar a nuestra madre. Esa tarde, como a las siete y algo, ahí sobre el puente que están haciendo ahora, en esos algarrobos pusieron las ametralladoras y empezaron a los tiros. La gente escapaba para los montes. Un cuñado nuestro nos dijo “agáchense y pongan la cabeza en un árbol grande”. Tenemos que respetar, y ahí nos agachamos y pusimos la cabeza en un palo, que palo será, no se, pero ahí pasamos la noche. Después escapamos hasta la entrada de Campo de Cielo. En un lugar donde llegamos cayó un pájaro y un viejo que entendía, dijo que el pájaro era como un teléfono, que le traía mensajes. Magayi se llamaba el viejito, era un rengo. El viejito nos dijo ‘prepárense, que ya nos encontró la huella la gendarmería”. Ahora ya no hay más gente que sepa hacer esas cosas. Nos escondimos al costado del camino y pasaron los camiones de gendarmería. Los gendarmes cantaban el nombre del Cacique General Pablito, porque lo querían encontrar para matarlo…"Cada Pilagá que entrevisto habla de los Ingenios. Lo hacen con desgano, como quien conversa de cosas demasiado asumidas. Melitón, por ejemplo, nos muestra su violín de lata y crin de caballo, en el que ejecuta melodías con las que supo entretener a sus compañeros durante la zafra. Fueron tantas, me dice, que ya perdió la cuenta de los años que pasó cortando caña y ganando terreno de monte para el patrón. La industria azucarera de la zona se nutrió de la mano de obra indígena, lo mismo que la minería en Bolivia y en Perú. Viajar cientos de kilómetros en tren, caminar largas jornadas y trabajar en las peores condiciones es parte de la rutina Pilagá del último siglo. “Nos llevaban”, me explica Melitón, “porque decían que no somos flojos como otras razas”. También me cuenta que fue a trabajar desde los 15 años, y que al principio lo hacía a cambio de “ropa, comida y poquita plata, porque qué iba a saber uno cuánto le tenían que pagar”, y que dejó de hacerlo por viejo, pero sobre todo porque en los 90’ los ingenios se achicaron y compraron máquinas. El que no dice nada es Pedro Palavecino. Ese Pilagá alto y flaco, de mandíbula ancha, me clava sus ojos claros y se queda en silencio. Ni su edad quiere decirme. Pasan unos segundos, esboza una sonrisa irónica y me explica que ya no confía ni en su sombra, y que para entrevistarlo a él tengo que ir con los abogados de la causa. Y no los que son del pueblo, aclara, sino los que están en Chaco. Le digo que bueno, que para otra vez será. “Yo estoy quemado”, me responde, “ya no tengo filo, mi amor”. Me río de su ocurrencia, pero tengo el mismo temor que al llegar a Las Lomitas: no poder saltar por sobre mi propia cultura para entender su historia.
Después del fracaso, volvemos hasta el templo y Juan Luis se declara con dolor de estómago. Le propongo que descansemos un poco, pero al rato le digo que mejor no, que si quiere sigamos mañana. El se va, y yo me siento a esperar que comience el culto. Hay poca gente, así que aprovecho para jugar con mi cámara y los niños. Es algo que nunca falla: me acerco a un grupo, les saco una foto y se las muestro. Los pibes se alborotan. La operación se vuelve a repetir varias veces. Mientras hago fotos, intentan enseñarme su idioma: ellos dominan el Pilagá y el castellano con naturalidad. A mi me parece imposible. Cada tanto, trato que alguna imagen salga buena, pero me doy cuenta de que todas son la típica foto del norte que se muestra en Buenos Aires: el chico de cara redonda y flequillo, con el rostro embarrado y sonrisa tierna. Desespero un poco. No quiero colaborar con ese estereotipo falso, lastimero. Los porteños algún día tendrán que entender que cuando uno juega en la tierra, se embarra, y que eso no significa más que lo que significa: que se jugó en la tierra. Ajeno a la polémica, uno de los chicos posa haciendo un gesto extraño con la mano. ¿Y eso?. Soy el hombre araña, me dice. Entonces todos se acomodan para la foto con esa pose. De fondo a nuestro juego, la música anuncia el principio del culto. El templo sin techo está adornado con globos de varios colores. Más tarde habrá un cumpleaños de quince. Por ahora, medio centenar de personas entonan canciones religiosas bajo los rayos del sol. Se canta cumbia y polca paraguaya, al compás de órganos electrónicos y un bombo criollo. Saco algunas fotos. La tarde siguiente, cuando se las muestre a Juan Luis, sabré que ese abuelo de corbata amarilla y la señora del fondo son sobrevivientes de la masacre. Pero ese día no me entero de más nada: al tercer tema me vuelvo al hotel. Lunes por la mañana. Me encuentro con Bartolo Fernandez en Las Lomitas. Bartolo es representante de la Federación Pilagá y está por viajar a un encuentro de comunicadores en Formosa. Tenemos una breve charla, pero enseguida llega más gente: Santiago y Benjamín, que vienen de lejos y van a la misma reunión que Bartolo. Uno de ellos ceba tereré -mate con agua fría- pero a mí no me convida. En algún momento, el ambiente se pone espeso y todos hacen silencio. Trato de pensar que es un silencio natural, que nadie está incómodo, pero el sonido nunca llega. Pienso cómo podría escribir esa situación: decir, por ejemplo, que pasó un ángel, cebó una ronda para todos, y a mí me dejó afuera. Por suerte, suena mi teléfono: me salva la campana. Es Juan Luis, y dice que podemos seguir con el recorrido por su comunidad. Le cuento la novedad a Bartolo y también se ofrece a llevarnos a la suya por la tarde. De repente, parece que todo va a salir bien.